Gran Bretaña encabezó la Revolución Industrial —el mayor fenómeno de poder colectivo de la historia de la humanidad—, pero sus relaciones de poder distributivo no se revolucionaron. El capitalismo era tan rural como urbano; tan agrario como industrial o comercial. El histórico cambio que supuso el desplazamiento de la población desde los condados agrícolas
a las ciudades como Manchester había tenido una prehistoria capitalista- comercial de tres siglos, incluidas las dos centurias de predominio londinense, y sólo entonces culminó en una explosión demográfica en los centros urbanos industriales.
¿Por qué razón la fábrica y todo lo que ella implica surgió por primera vez en Gran Bretaña?
...la escasez de madera, algo que habría impulsado el uso como combustible del carbón, que era inferior pero también más barato. Asimismo debemos recordar que la primera revolución industrial ocurrió en un área bastante pequeña de Inglaterra, limitada al oeste por Coalbrookdale, en el condado de Shropshire, al sur por Birmingham, al este por Derby y al norte por Preston, en el condado de Lancashire. Cada una de estas ciudades desempeñó un papel en lo que sería la revolución industrial: en 1709, en Coalbrookdale, Abraham Darby funde hierro con carbón; en 1721, en Derby, el sedero Thomas Lombe diseña y construye la primera fábrica del mundo reconocible como tal; en 1732, en Preston, nace Richard Arkwright; en 1741 o 1742, en Birmingham, John Wyatt y Lewis Paul utilizan por primera vez el sistema para hilar algodón mediante rodillos, del que luego Arkwright se apropiaría y mejoraría.
los industriales pioneros, incluidos Abraham Darby, William Reynolds y John Wilkinson, los que llevaron a que la Garganta de Ironbridge se convirtiera a fines del siglo XVIII en el área tecnológicamente más avanzada del mundo.
El desfiladero de Ironbridge se encuentra dentro del Coalbrookdale Coalfield, una región rica en minerales, carbón, mineral de hierro, piedra caliza, arena y arcillas útiles. En el reinado de la reina Isabel I, los terratenientes locales comenzaron a explotar el carbón a gran escala. Después de 1600, se construyeron ferrocarriles de madera para transportar carbón desde las minas hasta las orillas del Severn. Los alfareros, las calderas de sal, los fabricantes de pipas de tabaco, los fundidores de plomo, los fabricantes de vidrio, los herreros, los fabricantes de cuerdas, los toneleros y los fabricantes de canastas construyeron sus hogares a lo largo de las laderas de la Quebrada. Se agregaron habilidades humanas a los recursos minerales del distrito. En 1700 había varios hornos y fraguas en el área. Todos empleaban agua para trabajar sus fuelles y usaban carbón como combustible.
-En 1708, el alto horno de Coalbrookdale fue alquilado por Abraham Darby, fundador de una vasija cuáquera, que comenzó a fabricar hierro allí en 1709 utilizando coque como combustible en lugar del carbón habitual. Este fue un desarrollo trascendental que finalmente hizo posible un gran aumento en la producción de hierro en Gran Bretaña, una parte de esa serie de cambios dramáticos que los historiadores han llamado la Revolución Industrial.
-La expansión del comercio local de hierro comenzó en 1755 con la construcción de un alto horno en Horsehay por el hijo de Darby, el segundo Abraham. Los Darbys y otros maestros de hierro promovieron una notable serie de innovaciones en el uso del hierro. Desde la década de 1720, se suministraron cilindros de hierro para motores de vapor. En 1729 ruedas de hierro para vagones de ferrocarril fueron lanzados en Coalbrookdale. Los rieles de hierro se hicieron en 1767. En 1787, John Wilkinson lanzó al Severn una barcaza de hierro, la primera de muchas asociaciones locales con barcos de hierro.
En 1750, seis barcazas operaban en las orillas, esenciales para el transporte de materias primas a través del río a las ferrerías y otras industrias en el valle. El único otro cruce fue el puente medieval Buildwas, 3 km río arriba. El río era a menudo muy poco profundo en verano y en invierno era demasiado rápido y alto, por lo que la industria a menudo estaba a merced del río.
La propuesta de un nuevo puente era inevitable, y Abraham Darby III, el maestro de hierro, recibió el encargo de construirla. La construcción del puente fue en parte un ejercicio de relaciones públicas, anunciando la versatilidad del hierro fundido y las habilidades de Abraham Darby III y su Compañía Coalbrookdale, y el sitio elegido fue también la parte más dramática de la Garganta. El puente fue promovido por el equivalente de una campaña mediática del siglo XVIII. Las pinturas que Darby encargó para publicitarlo no muestran nada de la contaminación de la Garganta, y los turistas bien vestidos admiran el Puente, y un carruaje viaja a través, aunque la imagen fue pintada antes de que el Puente estuviera listo para transportar el tráfico.
El efecto combinado de la organización fabril y de la innovación técnica se observó primero en el hilado.
La virtud de las máquinas de hilar era que imitaban la forma en que los humanos, mediante sus dedos, aumentan la tensión de la materia prima, la lana o el algodón, para producir un hilo continuo.
Una máquina de este tipo fue inventada por James Hargreaves en la década de 1760 y otra fue patentada por Richard Arkwright. Estos dispositivos empleaban una serie de huso y rodillos para lograr de forma gradual la tensión necesaria. Aproximadamente una década más tarde, Samuel Crompton inventó una dispositivo que realizaba las funciones de los aparatos de sus dos predecesores y perfeccionó así la máquina de hilar.
Una cuestión sobre la que es importante llamar la atención aquí es que, si bien Hargreaves y Crompton eran inventores, fue Arkwright, el organizador con olfato para las finanzas (y quien incluso pudo haber robado las ideas de dos inventores anteriores), el que patentó la water frame, una máquina de hilar que utilizaba energía hidráulica, e hizo una fortuna.
Fue él quien se dio cuenta de que el futuro no estaba en la lana sino en el algodón, pues era el creciente comercio con la India lo que importaba. Nunca había sido fácil hilar a mano hilos de algodón fuertes y, por tradición, los tejedores ingleses habían hecho sus telas en las que la trama era de algodón pero la urdimbre de lino (en el telar los hilos de la trama se dejan quietos y son los de la urdimbre los que tienen que soportar el ir y venir de la lanzadera). Arkwright sabía que si conseguía un hilo de algodón que fuera lo suficientemente fuerte como para que se lo pudiera emplear como urdimbre transformaría la industria.
En las primeras fábricas la energía la proporcionaban las corrientes de agua, y ésta es la razón por la que con frecuencia se crearon en remotos valles de los ríos del condado de Derby: era el único sitio en que se podía contar con que el caudal de agua fuera suficiente a lo largo de todo el año. Los niños de los asilos y correccionales eran una fuente de mano de obra barata. Ésta no era una práctica nueva: en la década de 1720, Daniel Defoe hablaba de pueblos del condado de York en los que las mujeres y los niños pasaban largas jornadas frente a las hiladeras. Lo que constituía una novedad eran las fábricas en sí mismas y la disciplina brutal que exigían.
En un principio, los niños al menos podían pasar el poco tiempo libre que se les dejaba en el campo. Pero incluso eso cambiaría cuando la máquina de vapor reemplazara a la energía hidráulica a comienzos del siglo XIX. La máquina de vapor permitió que la fábrica se desplazara al lugar en el que estaba la fuente de trabajo, la ciudad, donde el carbón era tan abundante como en el campo.
La máquina de vapor fue utilizada por primera vez para bombear agua en las minas. (Éste era un viejo problema. Ya en 1644, Evangelista Torricelli había descubierto que una bomba de succión no podía elevar el agua mucho más de nueve metros). En las minas más profundas, que descienden más allá del nivel freático, era necesario drenar el agua bien fuera achicándola mediante cubos o con una serie de bombas. El primer motor empleado en estas bombas fue inventado por Thomas Newcomen, en la minas de cobre de Cornwall, a comienzos del siglo XVIII. En esta temprana forma, el vapor que impulsaba el pistón se condensaba en el cilindro, y era la succión resultado de la condensación lo que lo hacía retornar. Esto funcionaba, pero tenía el inconveniente de que todo el cilindro se enfriaba después de cada tiempo debido al agua que se inyectaba en él para condensar el vapor. En este punto entra en escena James Watt, un cualificado fabricante de instrumentos de la Universidad de Glasgow. Watt había realizado algunos cálculos sobre el rendimiento de la máquina de Newcomen y se había preguntado cómo era posible evitar la pérdida de calor. Su solución fue condensar el vapor en una cámara que estuviera conectada con el cilindro pero que no fuera parte de él. De esta forma se conseguía que el condensador estuviera siempre frío mientras que el cilindro se mantenía siempre caliente. A pesar de este adelanto, el motor de Watt no funcionó de manera satisfactoria en Glasgow debido a la poca calidad del trabajo de los herreros locales. La situación cambió cuando Watt encontró mejores especialistas en la fábrica de Matthew Boulton, en Birmingham.
En más de un sentido, éste fue el momento decisivo de la revolución industrial, el acontecimiento que dio color a gran parte de la vida moderna. Una vez que el vapor se convirtió en la fuerza básica, el carbón y el hierro pasaron a ser la columna vertebral de la industria. De hecho, la tecnología del hierro estaba para entonces muy desarrollada. Hasta el año 1700 aproximadamente, sólo era posible reducir mineral de hierro en hornos de explosión utilizando carbón vegetal. Y aquí fue donde la escasez de madera en Inglaterra desempeñó un papel central. A diferencia de Francia, donde la madera era abundante y, por tanto, se siguió recurriendo al carbón vegetal, Inglaterra contaba, en lugar de madera, con un rico suministro de carbón mineral. Esto era algo de dominio público y más de un inventor advirtió que la única forma de reducir el mineral de hierro sería liberando al carbón mineral de sus gases y convirtiéndolo en coque, lo que permitía obtener temperaturas más elevadas de forma más segura. Eso se logró por primera vez hacia 1709, y los fundidores que lo hicieron, Abraham Darby y su familia, consiguieron mantener el secreto durante más de treinta años. El hierro que producían aún necesitaba ser purificado para poder trabajar con él, pero con el tiempo el hierro se convirtió, en palabras de Peter Hall, en el plástico de la época.
La revolución industrial no fue sólo y, de hecho, tampoco principalmente una cuestión de grandes inventos: a largo plazo el cambio que trajo consigo la revolución industrial se debió a una transformación más profunda de la organización industrial. Como señala uno de los historiadores de este cambio trascendental, aunque la abundancia y variedad de las invenciones del período «superan casi cualquier intento de catalogación», es posible agruparlas en tres categorías. Estaban, en primer lugar, las que sustituían la habilidad y el esfuerzo humanos por máquinas (rápidas, regulares, precisas, incansables); estaban las que sustituían las fuentes de potencia animadas (los caballos, el ganado) por fuentes de potencia inanimadas (el agua, el carbón), entre las cuales destacan las máquinas que convertían el calor en trabajo, lo que ofrecía al hombre un suministro de energía prácticamente inagotable; y por último, estaban las que sustituían materias primas de origen animal o vegetal por nuevas materias primas (minerales principalmente) mucho más abundantes.
Todas estas mejoras permitieron un aumento de la productividad sin precedentes que, además, podía mantenerse. En épocas anteriores, cualquier aumento de la productividad había venido acompañado por un rápido crecimiento de la población que, finalmente, anulaba la ventaja. «Ahora, por primera vez en la historia, tanto la economía como el conocimiento estaban progresando con la suficiente rapidez como para generar un flujo continuo de inversión y de innovación tecnológica». Entre otras cosas, esto transformó las actitudes: por primera vez, la idea de que algo era «nuevo» lo hacía atractivo, preferible a lo que era tradicional, conocido y probado.
Podemos hacernos una idea de la escala de la transformación a partir del desarrollo de la industria del algodón en Gran Bretaña. En 1760 (fecha que por lo general se considera el comienzo de la revolución industrial), Gran Bretaña importaba 1,13 millones de kilos de algodón crudo. En 1787 esa cifra se había elevado a casi diez millones, y para 1837 había alcanzado los 166 millones. Paralelamente, el precio del hilo había caído hasta valer sólo cerca de una veinteava parte de lo que antes costaba y prácticamente todos los trabajadores de la industria del algodón, excepto quienes manejaban los telares manuales, trabajaban en fábricas. El ascenso de la industria moderna y del sistema fabril «transformó el equilibrio del poder político dentro de las naciones, entre las naciones y entre las civilizaciones; revolucionó el orden social; y cambió el modo de pensar del hombre en igual medida que su modo de hacer las cosas».
Los historiadores han dilucidado la razón primordial para este cambio, que al parecer se debió al hecho de que en el sistema de trabajo aldeano que lo había precedido la mecanización era desigual. Por ejemplo, el bastidor del telar era una máquina eficaz, pero la rueca requería poca cualificación y, según Daniel Defoe, «cualquiera con más de cuatro años podía usarla». Por esta razón, el hilado se pagaba muy mal y las mujeres lo consideraban una ocupación secundaria, después de las labores del hogar y el cuidado de los niños. En consecuencia, el hilado se convertía con frecuencia en un cuello de botella del sistema. Un segundo inconveniente era que, aunque en teoría el tejedor era su propio jefe, en la práctica a menudo no tenía otra opción que hipotecar su telar al comerciante en hilados. En las épocas en que el negocio iba mal, el tejedor se veía obligado a pedir prestado dinero para sobrevivir y su telar era lo único que podía ofrecer como garantía. Al mismo tiempo, esto no necesariamente beneficiaba al comerciante porque cuando llegaban los buenos tiempos el tejedor se limitaba usualmente a trabajar tan duro como fuera necesario para alimentar a su familia pero no más que eso. En resumen: cuando el tejedor más necesitaba el trabajo, el sistema estaba en su contra; cuando el comerciante necesitaba más producción, el sistema estaba en su contra. Por tanto, se trataba de un arreglo en el que no se producían excedentes. Fue esta (insatisfactoria) situación la que condujo a la creación de las fábricas. La esencia de la fábrica es que daba al propietario control sobre los materiales y sobre las horas de trabajo, lo que le permitía organizar de forma racional las operaciones que requerían varios pasos o la intervención de distintas personas. Las nuevas máquinas que se introdujeron podían ser usadas por personas con poca o ninguna formación, mujeres y niños incluidos.
Para los trabajadores, por su parte, la vida en las fábricas no resultaba desde ningún punto de vista igual de conveniente. Se reclutó a miles de niños de los asilos y los correccionales. William Hutton sirvió como aprendiz en las fábricas de seda de Derby, donde tenía que usar alzas porque era demasiado pequeño para alcanzar las máquinas. Como los adultos que les rodeaban, los niños estaban sometidos a la supervisión y disciplina de la fábrica. Ésta era un nueva experiencia: las tareas se especializaban cada vez más, y el tiempo era cada vez más importante. Nada como esto había existido antes; los nuevos trabajadores no tenían ningún modo de poseer los medios de producción; ellos o ellas ya no eran otra cosa que una mano de obra alquilada.
Este cambio fundamental en la experiencia del trabajo fue todavía más obvio tras la invención de la máquina de vapor que hizo posible el traslado de las fábricas a las ciudades. En 1750 había únicamente dos ciudades en Gran Bretaña con más de cincuenta mil habitantes, Londres y Edimburgo. Para 1801 ya eran ocho, y para 1851, veintinueve, incluyendo nueve que superaban los cien mil, lo que significa que para esa época había más británicos en las ciudades que en el campo (otra situación inédita). La inmigración a las ciudades fue algo a lo que la población se vio obligada —los campesinos tuvieron que marcharse a aquellos lugares donde estaba el trabajo— pero difícilmente puede decirse que lo hicieran con entusiasmo y es fácil reconocer por qué. Aparte del hecho de que las ciudades estaban llenas de humo y eran sucias y de que en ellas los espacios abiertos escaseaban, los servicios sanitarios y el suministro de agua no crecían a la par que la población, lo que convertía los centros urbanos en hogar de epidemias de cólera, tifus y enfermedades respiratorias e intestinales provocadas por la polución. «La civilización obra sus milagros», escribió el francés Alexis de Tocqueville, quien visitó Manchester en 1835, «y el hombre civilizado se transforma casi en un salvaje». Pero en las ciudades, los propietarios de las fábricas podían beneficiarse de inmediato de las nuevas invenciones e ideas, y ésta también fue una característica importante de la revolución industrial, esto es, que logró mantenerse no sólo en términos materiales sino también intelectuales. Creó nuevos productos, en particular de hierro y químicos (álcalis, ácidos y tintes), la fabricación de la mayoría de los cuales requería grandes cantidades de energía y combustible. Otro aspecto de esta organización fue que el nuevo industrialismo abarcaba todo el mundo, de las fuentes de las materias primas a las fábricas y, finalmente, de ellas a los mercados. Esto también estimuló nuevas ideas y una nueva demanda de productos. Para dar sólo un ejemplo: fueron los desarrollos combinados de la revolución industrial los que convirtieron el té y el café, los plátanos y las piñas en alimentos de todos los días. Según David Landes, éste fue el mayor cambio en la vida material del hombre desde el descubrimiento del fuego: «El inglés de 1750 [esto es, en vísperas de la revolución industrial] estaba más cerca en términos de posesiones materiales a los legionarios de César que a sus propios bisnietos».
No menos importante a largo plazo, fue el hecho de que la revolución industrial también amplió la brecha entre ricos y pobres, lo que contribuyó a generar conflictos de clase de una acritud sin precedentes. La clase trabajadora no sólo se hizo más numerosa sino que se concentró mucho más, y ello estimuló la conciencia de las masas. Vale la pena detenernos un momento en este cambio porque su significado en el ámbito de la política sería inmenso. El trabajo preindustrial era de una entidad muy diferente del que vino a sustituirlo. Los campesinos tradicionales tenían sus propiedades o sus talleres y también un señor, y aunque bastante desiguales, ambos tenían deberes recíprocos. La revolución industrial, sin embargo, reemplazó al campesino o el siervo, al hombre, por el «operario» o la «mano». También impuso al trabajo una regularidad, una rutina y una monotonía de las que en buena medida carecían los ritmos preindustriales basados en las estaciones o las condiciones meteorológicas.(En tiempos preindustriales la gente elegía con bastante frecuencia empezar la semana laboral los martes. El lunes era conocido, irónicamente, como «San Lunes»).
Una razón para la pobreza de la clase trabajadora, y con certeza, para los bajos salarios que recibía, era que los ingresos se desviaban ahora a las nuevas clases comerciales, que estaban invirtiendo en nuevas máquinas y fábricas. La revolución industrial no creó a los primeros capitalistas, «pero sí produjo una clase comercial de un tamaño y una fortaleza como no se había visto antes».[2546] En el siglo XIX, estos «aristócratas de las chimeneas», como se los llamó, llegarían a dominar la política interna en la mayoría de los países europeos.
El Banco de Inglaterra se fundó en 1694 como parte de esta evolución, y los comerciantes y terratenientes invirtieron en deuda nacional y cobraron intereses.El gobierno pagaba los préstamos a un 8 por 100 antes de 1700, pero hacia 1727 los intereses habían caído al 3 por 100 y esto también tuvo un efecto sobre la revolución industrial. Cuando las tasas de interés son altas, los inversores aprovechan para obtener beneficios rápidos, pero cuando las tasas son bajas, la gente se muestra más dispuesta a considerar proyectos a largo plazo que podrían, en el futuro, ofrecer mejores beneficios. Éste es el mejor clima en el cual embarcarse en proyectos que exigen grandes inversiones de capital, como la excavación de minas, la creación de canales y la construcción de fábricas. Las primeras fábricas, aquellas ubicadas en el campo, habían sido de un tamaño tal que una sola familia podía permitirse financiar su construcción; sin embargo, con el aumento de la demanda y el tamaño de las fábricas urbanas creciendo como una bola de nieve para satisfacer a un mercado en expansión, se hicieron necesarias inversiones muchísimo más grandes.
Gran Bretaña lideró el camino en la revolución industrial en parte porque muchas invenciones que la impulsaron surgieron allí, pero también porque la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas lastraron el desarrollo de Europa continental hasta aproximadamente 1815. Sin embargo, una vez que el continente logró cierta estabilidad política, otros países no perdieron tiempo y crearon sus propias formas de mediación financiera, en particular el banco de inversión o el crédit mobilier, destinadas a financiar proyectos que requerían grandes inversiones de capital. Una vez más, según David Landes, los primeros ejemplos de estas instituciones semipúblicas fueron la Société Générale en Bruselas y el Seehandlung en Berlín. Estas instituciones fueron especialmente efectivas en la financiación de los ferrocarriles, una empresa «que requería cantidades de dinero sin precedentes».
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